miércoles, 1 de abril de 2009

Crónica Marathon de Rotterdam 2005 by Miguel Serrano

Mi amigo Miguel, que se ha convertido en mi entrenador personal para mi preparación del MAPOMA 2009, ha corrido dos maratones y en ambas bajó de las 3 horas. Para conseguir esto hay que tener un nivel que pocos pueden alcanzar, porque esto supone una dedicación y una preparación dificilmente asumible por cualquiera.
Me ha dejado compartir con vosotros su crónica, que para mí siempre ha sido una motivación y un referente para decidirme a correr algún dia un maratón ...

Decidí no volver a dormirme más cuando el reloj de la televisión del hotel me anunciaba las 6 y 47 minutos. Dormir a ratos, viendo pasar las horas durante la noche, es algo natural en mí, pero ser la noche previa a la maratón acentúa esta circunstancia. Ahora agradezco la siesta de ayer, digna de un oso en plena hibernación. Al ver que la ventana me regala una vista de los edificios de Rótterdam bañados por un sol tenue, el corazón se me caldea, porque la perspectiva de correr bajo la galerna del monzón que caía el día anterior, me hacía estar inquieto y poco esperanzado. Y llega el momento del ritual, porque todos tenemos uno, y yo el mío; el desayuno frugal, sin leche, cerrar los ojos, visualizar la salida, la llegada, colocar el dorsal con mimo en la camiseta, como un artesano. Calzarme, siempre primero la izquierda. Ya quiero calentar; faltan más de tres horas pero ya quiero calentar. El tiempo pasa cruelmente despacio, se atasca incluso. Tengo que salir a la calle, no sé para qué. Quizás necesito empezar a empaparme del ambiente de carrera, síndrome de abstinencia de olor a reflex, de megafonía incomprensible (además en holandés), de compartir ansiedad en miradas cómplices con otros atletas que buscan lo mismo. Subo a la habitación de nuevo y Begoña (mi mujer) me mira con extrañeza; es difícil comprender lo que pasa por la cabeza de un maratoniano, un individuo que ha decidido voluntariamente someterse a un sacrificio irracional para cualquier ajeno y conjurar todos los oráculos (los que existen y lo que no) para jugarse cientos de kilómetros de entrenamiento un rato, menos de lo que dura la película de El Señor de los Anillos, sin ir más lejos. Pero mucho más difícil es entender lo que pasa por la cabeza de un maratoniano una hora antes de la maratón, cuando los oráculos están conjurados, los demonios se han hecho sólidos y la tensión rezuma por cada poro.
Bajo a calentar, y necesito sentir el frío en los brazos y en las piernas, como un bálsamo que me afina y me prepara, como un aguijón que espolea. Me he untado medio tubo de vaselina, antiinflamatorio, radio-salil (producto sacado del mismo centro del infierno).Troto por calles perpendiculares, concentrándome, apretando los ojos y mirando más allá, pensando en dentro de dos horas, cuando necesite volver a apretarlos, y los puños y los dientes. La incertidumbre de saber cómo voy a reaccionar, si el cielo va a seguir cerrándose (porque se está oscureciendo), si volverá el muro, el impío e implacable, si sabré soportarlo. Cuando vuelvo en mi, quedan minutos, apenas 20, y empiezan a caer las primeras gotas, así que el medio tubo de vaselina que me queda me sirve para untarme enteras las piernas y provocar lo que mi mujer llama el “efecto pato” en referencia a la capacidad que tienen las plumas de los patos para proteger del frío e impermeabilizar del agua. Me miro de arriba a abajo: el efecto pato lo culmino con un gorro amarillo, a modo de reclamo, para que Begoña me localice en su periplo ciclista de ayuda logística y por si, por casualidad, la organización decide fotografiar a alguien pintoresco para presentar su edición del año que viene. El citado gorro y los guantes son exigencias del tiempo, que se ha torcido en los últimos minutos. Envuelto en plásticos amarillos entro en el cajón reservado para los atletas sub 3h10. Avanzo contra viento, marea y codos hasta acercarme a las primeras filas. Forma parte del ritual. Tensión. Cuatro minutos. Un cantante local aparece en escena, entonando una melodía marcial, que quizás sea algún himno holandés o algo parecido, y que rápidamente tiene la capacidad de enardecer a las tropas, quienes corean a voz en cuello. Sin entender absolutamente nada, también me eleva el espíritu, la carne de gallina, los ojos vidriosos, empañados. Acorde final y grito pletórico de 12.000 personas como si fuéramos una sola. Un minuto. Los altavoces empiezan a emitir un sonido metálico constante, como un gong permanente, eterno, místico. Las voces se acallan por completo. Es como una comunión previa, algo que resume perfectamente lo que hemos recorrido todos para llegar aquí, y lo poco que nos queda por recorrer. Resuena el gong profundo, que corta la respiración.
Segundos.
Segundo.
Cañonazo.
Y miles de gritos porque el torrente humano se ha desbocado.
Quiero correr, pero los primeros metros siempre son lentos, tensos. Uno trata de quitarse de encima corredores que salen despacio, que entorpecen. Al levantar la vista, no hay carretera ni calles delante, sólo atletas, sólo obstáculos. Siendo racional no resulta rentable el gasto de energía al esquivar corredores en relación al avance que me supone. Pero no se me puede pedir que sea racional cuando llevo recorridos, sin contar el más de un millón de entrenamiento, 300 metros y me quedan casi 42.000. Existe cierta incertidumbre acerca del ritmo hasta que no se pasa por la pancarta del primer kilómetro. Uno tiende a conocerse bien y a saber controlar el ritmo, pero el miedo a excederse en los primeros tiempos de paso es alto, porque en la maratón estos errores tienen un coste muy alto. Para cuando miro el reloj han transcurrido más de 5 minutos, así que me debato entre la idea nefasta de haberme saltado la primera referencia o la más nefasta aún de haber enterrado mi primer minuto en un trote demasiado percherón. Confiando en lo primero, trato de mantener el ritmo, que por pura sensación me parece apropiado. El objetivo es hacer una marca entre de 2 horas 53 y 2 horas 58, así que he decidido marcarme tiempos de 4’10” por kilómetro (que supondrían algo menos de 2 horas 56’) más como referencia que como puro objetivo, ya que controlar el tiempo en bloques de 10 segundos es más sencillo. Chispea levemente pero voy entrando en calor, así que decido quitarme el plástico amarillo que resguarda del frío y el agua. Me lo arranco y busco papeleras (da pena manchar unas calles tan bonitas y organizadas como las de Rótterdam) durante un pequeño tramo. Cansado de tanta organización holandesa pero de que no hayan instalado papeleras, acabo por disparar el plástico a un hueco en los espectadores, pero mi velocidad de carrera (nada despreciable) y mi mala puntería (despreciable por completo) logran que el plástico impacte en la cara de un amable flamenco, que al instante pierde la condición de amable. Con la tontería del plástico, el siguiente vistazo al reloj me devuelve algo más de 10 minutos y vuelvo a la encrucijada de la falta de referencias. Continúo con el ritmo y una vez dejado atrás el emblemático puente por el que pasaremos de nuevo dentro de 20 kilómetros, las calles empiezan a abrirse. Hacia rato que el gentío había dejado de estorbar pero es ahora cuando se corre con comodidad. Una comodidad relativa porque el bíceps femoral, que me ha estado dando guerra los últimos días de entrenamiento, lleva hormigueándome desde la salida. El kilómetro 3 aparece ante mi vista y compruebo que mi sentido del ritmo ha sido bueno: 12’21”. Funciono como un Longines, tú. Reconforta y satisface comprobar que uno educa a su cuerpo como para alcanzar una precisión tan ajustada por puro instinto La primera premisa, la de escoge run ritmo adecuado desde el principio, se ha cumplido. Hay otras que no dependen de mí, como el clima.
Está soplando viento y después de cada curva evalúo su procedencia. No tardo en encontrar resguardo detrás de la espalda de un espigado atleta que lleva un ritmo muy similar al mío. Su roja camiseta de manga larga también es reveladora acerca de la temperatura. Los siguientes cuatro kilómetros lo hago detrás de la Gran Camiseta Roja, sin siquiera dejarme ver por él, como una auténtica rémora. El kilómetro 7 supone una alegría. Begoña me espera en bicicleta para animarme y darme cuanta vaselina necesite (si queda) así como toda suerte de ungüentos, bebidas isotónicas y plásticos y chubasqueros por si la lluvia y el frío arrecian. Sus gritos de ánimo mientras circula por el carril bici paralelo no solamente me reconfortan, sino que me desmontan el tenderete parasitario. La Gran Camiseta Roja se gira y me espeta un perfecto “¡coño, tú también eres español!” así que a partir de este momento, resulta éticamente más complicado seguir con la estrategia de seguir su estela de tapadillo. Además su castizo comentario atrae a otros tres españoles más, el Jordi (un catalán que probablemente no se llama Jordi, ni falta que hace, y que va a por 2h53) y los Banestos (dos tipos que siempre hablan por señas y visten de azul, patrocinados por Banesto), que se unen al grupo y de repente me siento como en casa, añorando la tortilla de patatas y el buen tiempo. Las ráfagas de viento en contra las paso detrás de la Gran Camiseta Roja y el resto, asintiendo monosilábicamente a la afable conversación que trata de entablar GCR, como si para él la maratón fuera un paseo; su objetivo es bajar de 3 horas. El Jordi algo aporta, pero no tarda en marchar hacia delante, motivado por que espera hacer varios minutos menos que nosotros. En cuanto a los Banestos, no hacen comentario alguno y a los pocos kilómetros me percato de que se han esfumado.
El kilómetro 10 lo pasamos en 41’14”, es decir 25” más rápido que la media prevista. Resulta razonable, porque hay que contar con que al final perderé tiempo. Resulta curioso pensar que la preparación física y mental que exige una maratón, permite que durante una gran parte de la carrera (entre 20 y 25 Km) uno no aprecie cansancio. as dos primeras hora (se dice pronto) se convierten en un puro trámite. Que la maratón empieza en el 30 es una cuestión irrefutable. El hormigueo del bíceps ha ido remitiendo y a partir del kilómetro 10 ó 12 dejo de notarlo. No sé si sentirme aliviado o preocupado. En el kilómetro 14 el parcial marcado es malo, 4’19” (luego pensé que probablemente estaba desplazada la pancarta) y decido salirme del grupo para intentar alcanzar a otro más adelantado. Marco ’56” en el siguiente kilómetro (lo cual confirma mi teoría del desplazamiento del cartel del kilómetro anterior) pero ras más de un kilómetro en solitario tratando de llegar sin éxito al grupo de delante, desabrigado del viento y la lluvia, decido dejarme alcanzar por mis antiguos compañeros. Quizás, éste fue mi único gran error de la carrera. Los avituallamientos producen cierto alivio, físico y mental. En alguno de ellos, probablemente el del Km 15, cometo la torpeza de respirar mientras trato de beber, así que el atragantamiento es sonado, así como las carcajadas del público y los propios voluntarios de la organización. Tras tener que frenar unos metros recupero el paso rápidamente. Algo que no seré capaz de hacer una hora y media más tarde. Hasta el kilómetro 18 sigo ganándole segunditos a la media de 4’10”. He cogido hasta 32” de margen. Lleva unos kilómetros lloviznando pero a estas alturas el agua cae con más fuerza. Begoña no puede seguir a nuestro lado porque las fuerzas del orden se lo impiden. Nos despedimos y confío en sea capaz de saltarse la vigilancia y pueda volver a apoyarme en los últimos kilómetros de carrera. Además, hace rato que la Gran Camiseta Roja está haciendo la goma entre un grupo más retrasado y el mío, así que no puedo usar su espalda-paraguas. Ahora voy metido en un grupo numeroso que siempre comanda un tipo vestido con camiseta blanca y con muy buen aspecto, muy carismático, marcando un ritmo estable. El Comandante porta un cinturón lleno de botellitas con brebajes de colores, que tentado estoy de probar disimuladamente, y luce una planta y porte que dan confianza, muy calvito él, muy concentrado. Nos acercamos de nuevo al puente, que aparece a lo lejos. Pasamos la media (1 hora 27’32”) y me dan ganas de animar al grupo con un flamante “¡venga, chavales, que sólo nos queda volver!” pero no confío en que me entiendan. Además el Comandante no ha dado órdenes de comunicarnos así que prefiero no ofenderle.
El mal tiempo está haciendo mella y los últimos kilómetros se están resintiendo en cuanto a parciales. Cuando pasamos el puente cerca del 24 la ligera pendiente hace que todos tengamos que cerrar un poco la zancada. Así que haciendo uso de una cordura impropia en mí, decido bajar el ritmo deliberadamente: prefiero perder unos 10 ó 12 segundos en este kilómetro y no cargar las piernas. Cuando llegamos a la cota más alta, el centro del puente, tomo el parcial del Km. 24 y compruebo que apenas me sobran 6” de margen frente al ritmo de 4’10”. El grupo del Comandante se me ha escapado y me saca 20 ó 30 metros y yo diría que él está inquieto porque se le ha roto la formación en punta de lanza, de la cual yo participaba activamente como flanco izquierdo avanzado. Pero una vez ahí, paso a la acción. Ya sé que no es prudente, pero aprovechando la ligera bajada del puente al final, decido acelerar el ritmo y lanzarme en pos de los keniatas. O casi. ¿Cambiar en el 25, muy lejos de meta? Seguro que sí. Pero ya he gastado mi cordura y además a estas alturas salvo que desfallezca por completo, sé que voy a rebajar mi marca de 2h59’59” (ahí es nada). Es otra cosa que me llama la atención. Apenas he corrido una maratón y media en mi vida pero las sensaciones las conozco bien.
Entre el 15 y el 20 ya sabía que se me iban a dar razonablemente bien y precisamente por eso me atrevo a arriesgar, con cierta lógica. Adelanto al grupo del Comandante, que me mira de reojo, yo diría que con cierta reprobación. Justo cuando paso a su altura, un grupo de élite (su mujer y su hija) le suministran un cinturón de brebajes mágicos nuevo. Aprovechando la confusión, es el momento de probarlos: ahora o nunca. Pues nunca. Paso al grupo y continúo. A partir de ahí, el circuito transcurre por una zona más rústica, alrededor de un lago, que no recuerdo haber visto en ningún momento. Hasta el kilómetro 31, los tiempos siguen siendo buenos, pero el pulsómetro me da la primera señal de alarma. He notado un indicio de flaqueo, sencillamente porque he sido consciente de que tenía que hacer un esfuerzo por mantener el ritmo, y que la carrera ya no es inercial, como hasta ahora. Llevo más de 2 horas entre 171 y 173 pulsaciones por minuto y este último kilómetro me ha exigido subir a 176. Empiezo a sufrir, demasiado lejos de meta, pero me obligo a no bajar el ritmo. Hace bastantes minutos que no pertenezco a ningún grupo, la Gran Camiseta Roja se ha quedado atrás, los Banestos desaparecieron sin dejar rastro, el Jordi se fue por delante (¿cómo andará?) y al grupo del Comandante le perdí la pista y ninguno de ellos me acompañó. Ni el Naranjito, ni el Espigao, ni el Gorrorrosa (por el gorro rosa). Me pregunto si el Gorrorrosa me llamará a mi algo así como el Gorropollo, o algo parecido en su idioma. Llevo mucho rato pasando gente, sin encontrar nadie con quien acomodarme. Tampoco recibo visitas por detrás. Es una sensación extraña, estoy llegando al muro y sin embargo adelantar atletas ayuda, reconforta. Alrededor de mí, sólo veo víctimas del cansancio que me ven pasar con resignación, sin esperanza de recuperarse. Yo trato de luchar contra esa sensación, forzando cada zancada. A ladrillazos contra el muro.
El kilómetro 35 es el verdadero punto de inflexión. En el avituallamiento, tengo un breve episodio Mister Bean, un par de toses y ya está. Pero no está porque cuando trato de recuperar el ritmo, las piernas no me responden. Me paso varios segundos tratando de acelerar hasta alcanzar la velocidad de crucero anterior, pero no puedo. Como si se tratara del panel de mandos de un coche, todos los indicadores dan alarmas. Los kilómetros está saliendo más lentos (están por encima de 4’20”), el pulso es cada vez más alto, algún que otro escalofrío, síntoma inequívoco de falta de agua, sales, vitaminas y L-Caseinmunitas en general.
El muro en todo su esplendor, como lo cuentan los sabios y los viejos del lugar. Cuando uno llega al muro, está a su merced. A pesar de todo sigo pasando gente, pero ya no consuela. Soy como ellos, sólo que aún no tanto. Mirando el suelo, apenas un metro más allá de mis zapatillas. A partir de ahora, dejan de importarme los kilómetros. Calculo el tiempo que me queda para llegar y cada poco miro el reloj, con la esperanza de que hayan pasado muchos minutos, pero se traba en cada segundo. Lo único que funciona correctamente es la pequeña calculadora instantánea que todo maratoniano tiene en su cabeza. Recalculo el tiempo final, que estará por debajo de 2 horas 58’, salvo que reviente por completo. Pero lo que me queda es sólo dolor. Me olvido de los pasos, de los árboles de alrededor, del sol que ha aparecido por fin. Sólo quiero volver a mirar el reloj y que me falte otro minuto menos, y luego otro. Oscuro y sumido en ese silencio rítmico de las zapatillas contra el suelo, suena la voz de Begoña, que me hace levantar la mirada por primera vez en muchos minutos y en no sé cuantos kilómetros. Entonces sí descubro el sol que se filtra por entre las ramas de los árboles que nos flanquean el paso. Compruebo que ya no hay viento ni lluvia, que a última hora, hay tregua. Tarde quizás, pero tregua. “Dame de beber”, le digo y saca de la mochila mi bebida azul, que apenas puedo sostener. Bebo todo lo que puedo y cuando noto que el peso adicional recientemente incorporado me lastra le doy la botella a un corredor al que estoy adelantando. “Pa ti pa siempre” “Gracias” Otro español a destiempo. Begoña me anima, que voy muy rápido, que no hago más que adelantar gente, que ya no queda nada, que soy un campeón, un valiente. Aprovechando su momento de paroxismo le pido que haga la colada las tres próximas semanas y acepta de forma entusiasta. Ella sólo quiere mi bien.
De repente, aparece el Jordi. Está vacío, sin fuerza, con lo ojos como huevos de paloma. Cuando paso a su lado, le animo lo justo como para no desfallecer yo también. Se hunde detrás, desaparece de nuevo. Sufriendo mucho, pero con la compañía de Begoña los siguientes minutos (ya nunca más kilómetros) pasan mejor. A lo lejos, la ciudad, las calles abarrotadas de gente. Entramos en las calles y las fuerzas del orden vuelven a separarme de Begoña, que esquiva espectadores exhortándome a lo lejos las últimas consignas animantes. El kilómetro 41 se hace eterno, y trato de acelerar por puro instinto. Estirar la zancada, otro esfuerzo ímprobo cada vez. Me amaga el bíceps, que me recuerda que no se ha olvidado de mí. Un par de pasos en falso, una palmada en la pierna y continúo. Y llega el último kilómetro (y los 195 metros). Será lo que llaman olor a meta. Las piernas vuelven a correr. Es un esfuerzo distinto, menos agónico, más heroico, más épico. Es algo así como un último cartucho que siempre está presente, para usarlo una sola vez. El bullicio es maravilloso y disfruto de cada paso, de cada aplauso por mi y por todos mis compañeros, los que corren a mi lado, los que ganaron y llevan cincuenta minutos descansando ya, los que tienen aún tres horas por delante. Disfruto y saboreo el final, tratando de retenerlo, de quedarme suspendido, quiero guardar esto, estar aquí y ahora, sin que pase el tiempo (no vaya a ser que la marca se estropee). Ver la meta, el arco azul, no es una sensación muy explicable. Inunda y desborda. El arco se hace cada vez más grande, el cronómetro perfila las cifras: 2 horas 56 minutos muchos segundos. Alzo los brazos y araño las nubes, buscando el cielo, rozándolo quizás. …y 58 segundos. Mi tiempo real es de 2 horas 56 minutos y 46 segundos, por el retraso de la salida. Se acabó. Me lanzo como un felino inválido hacia las bebidas, la fruta, el plástico que abriga, el señor que me da la medalla (le pido que me la cuelgue, quizás porque resulta más grandioso, quizás porque no podría levantar su peso yo solo). Camino muy despacito, que es lo más rápido que puedo y busco la salida. Allí me espera Begoña, que ha tenido el don de aparecer en cada momento que la he necesitado. Ahora. Durante la carrera. Desde hace meses. Durante toda la vida. Me acompaña y me abraza. En ese momento, sólo dejé que la sensación de triunfo más absoluta me envolviera por completo como si fuera una manta cálida. Como dato estudiológico, incluyo las gráficas de los tiempos parciales por cada kilómetro y el pulso en cada parcial. También incluyo, como información redundante, pero que permite visualizarlo mejor, la diferencia acumulada frente a los pasos previstos de 4’10” por kilómetro y la misma información de pulso.

Incluyo, por penúltimo, unas cuantas fotografías que la organización tomó, a modo de auto bombo y platito de mí mismo.


Si tuviera que resumirlo, diría que las maratones se acaban. Esa es la gran conclusión que he obtenido. Esta frase me ha rondado la cabeza desde que crucé la meta. Y la veo desde dos perspectivas distintas. ...los kilómetros ya no pasan deprisa, las piernas ya no se deslizan como antes. Y cada paso me exige apretar los dientes, concentrarme en un soniquete rítmico, como el tic-tac de un reloj. Dos esfuerzos: el primero, cada tic- un paso, cada tac un paso; el segundo, cada paso, tan largo como el anterior. No desfallecer, a bloque, a bloque...eso me repito. Tiro de hombros, tiro de manos, de cabeza, levantando poco la vista, cada segundo tengo un horizonte inmediato, que alcanzo a cada paso, y otro horizonte inmediato. Ya no quiero ver la siguiente curva, ni quien me precede. Calculo los minutos que me quedan corriendo, ni siquiera la distancia, porque a estas alturas no puedo soportar que me quedan 6 kilómetros, 5.9, 5.8, 5.7, ... Por delante, me queda un eternidad parcial, no pasa el tiempo, cada paso un azote. Pero a pesar del extraño sentimiento de perpetuidad que me inunda, que prolonga la agonía, que me obliga a creer que el final no se acerca, que sigue igual de inalcanzable, las maratones se acaban. Aunque estaba enjaulado entre el muro y la perspectiva demasiado lejana de la meta que no llega, al final, tras alguna curva, nada distinta de las demás, aparece el arco, el cronómetro y la línea blanca que ponen fin a este flotar. Y aunque apenas dos minutos antes hubiera jurado que es imposible, las maratones se acaban. La segunda perspectiva es a más largo plazo. Después de meses largos, de entrenamientos en caminos fríos y solos, de sufrir los rigores de todo lo que pueden afectar a un maratoniano popular, de más de 1.300 kilómetros recorridos en 5 meses, de contracturas en músculos rebeldes, de abstinencias de hamburguesas y chocolate, de cientos de horas trabajando para ello y miles de horas pensando en ello, después de todo eso llega la salida y obviando las tres horas de gloria que dura la gesta, cuando se acaba la maratón (la maratón agónica, la que dura esas tres horas), entonces se acaba la otra maratón, la que ha durado meses. Y es cuando a uno se le queda un vacío, un extraño síndrome de Estocolmo del sufrimiento, una añoranza de casi lesionarse y sobreponerse, echando de menos la sensación de querer que se acabe, queriendo estar perdido de nuevo en algún sitio indefinido entre el muro y la meta. Por eso, mi gran conclusión es que "las maratones se acaban". Las que duran 3 horas se acaban por fin, y las duran meses se acaban por desgracia. Supongo que la maratón tiene esa particularidad, convierte a gente normal en héroes domésticos capaces de hacer un esfuerzo físico extraordinario y luego nos exige reflexiones metafísicas, que quizás son necesarias para desprenderse poco a poco de un objetivo tan cruel como puntual.

1 comentario:

Maese dijo...

Miguel, eres mi héroe, un autentico mákina... yo se lo que es sufrir preparando un maratón, y sólo he sufrido la mitad o menos que tu (poruque soy más vago y tengo menos fuerza de voluntad)... mi objetivo es acabar, me da igual 15 o 20 miutos arriba o abajo, lo único que quiero es acabar vivio.

Pero lo que tu hiciste en Roterdam es digno de super héroes !!

Un abrazo amigo y gracias por apoyarme y estar pendiente de mi mientras entreno, espero que estés el dia 26 en el MAPOMA cruzando la meta conmigo o almenos viendome entrar.